CAPITULO II

El segundo parcial, se realizará con base a la lectura del CAPITULO II, que pueden encontrar en el aula virtual de la universidad y aquí en el blog a continuación.
Aquí el link del aula extendida, aparece como ''material de consulta para evaluar'' :
http://aulavirtual.uac.edu.co/course/view.php?id=25533&topic=2
Definición de la T.C:
Disciplina de la filosofía que estudia el pensamiento humano.

viernes, 7 de octubre de 2011

CAPITULO II - Será tema de evaluación para el parcial

CAPITULO II
DEL CONCEPTO DE UN OBJETO DE LA RAZÓN PRACTICA PURA

Entiendo por un concepto de la razón práctica la representación de un objeto como posible efecto mediante la libertad. Ser objeto del conocimiento práctico como tal significa pues solamente la referencia de la voluntad a la acción mediante la cual él o su contrario se convierte en real, y el juicio de si algo es o no es objeto de la razón práctica pura es solamente la distinción de la posibilidad o imposibilidad de querer aquella acción mediante la cual cierto objeto llegaría a ser real si tuviéramos capacidad para lograrlo (de lo cual tiene que juzgar la experiencia). Si se acepta el objeto como motivo determinante de nuestra facultad apetitiva, es preciso que su posibilidad física mediante el libre uso de nuestras fuerzas preceda al juicio de si es o no es objeto de la razón práctica. Por el contrario, si la ley puede considerarse efectivamente a priori como motivo determinante de la acción, y en consecuencia ésta como razón práctica pura, el juicio de si algo es o no objeto de la razón práctica pura, es totalmente independiente de la comparación con nuestra capacidad física, y la cuestión es solamente si nos es lícito querer —estando en nuestro poder- una acción que se dirija a la existencia de un objeto; por consiguiente, la posibilidad moral debe preceder a la acción, pues entonces su motivo determinante no es el objeto sino la ley de la voluntad.

Por lo tanto, los únicos objetos de una razón práctica son los del bien y el mal, pues por el primero se entiende un objeto necesario de la facultad apetitiva, y por el segundo el de una facultad de execración, ambas empero según un principio de la razón.


Si se quiere que el concepto del bien no se infiera de una ley práctica precedente, antes bien sirva de fundamento a ésta sólo puede ser el concepto de algo cuya existencia prometa placer determinando así la causalidad del sujeto a producirlo, es decir, la facultad apetitiva. Mas siendo imposible comprender a priori qué representación irá acompañada de placer y cuál de desplacer, lo único que importaría sería la experiencia para decidir qué sea directamente bueno o malo. La propiedad del sujeto, la única respecto de la cual podemos fundar esta experiencia, es el sentimiento de placer y desplacer, como receptividad perteneciente al sentido interno, y, por consiguiente, el concepto de lo que es directamente bueno, sólo puede referirse a aquello con que esté directamente enlazada la sensación de placer, y el de lo absolutamente malo solamente debería referirse a lo que provoca inmediatamente dolor. Mas como esto se opone ya al lenguaje corriente, que distingue lo agradable de lo bueno y lo desagradable de lo malo, y exige que lo bueno y malo se juzgue siempre por la razón, o sea por conceptos que puedan comunicarse universalmente, y no por la mera sensación que se limite a objetos10 distintos y su receptividad, aunque un placer o desplacer por sí sólo no pueda ir directamente unido a priori a ninguna representación de un objeto, el filósofo que se creyera obligado a poner por fundamento de su juicio práctico un sentimiento de placer, denominaría bien lo que es medio para lo agradable y mal lo que es. Además, la expresión sub rationeboni es también ambigua, pues lo mismo quiere decir que nos representamos algo como bueno si y porque lo deseamos (queremos), como también que deseamos algo porque nos lo representamos como bueno, de suerte que el deseo sea el motivo determinante del concepto de objeto como bueno, o el concepto del bien el motivo determinante del deseo (voluntad), siendo así, el sub rationeboni significaría en el primer caso: queremos algo bajo la idea del bien; en el segundo: a consecuencia de esta idea que debe preceder al querer como su motivo determinante. Causa de desagrado y dolor, pues el juicio de la relación de los medios con los fines pertenece en todo caso a la razón.

Mas aunque la razón sea la única que puede inteligir el enlace de los medios con sus propósitos (de suerte que también podría definirse la voluntad diciendo que es la facultad de los fines, siendo siempre motivos determinantes de la facultad apetitiva según principios), las máximas prácticas que siguieran solamente como medios al concepto que acabamos de dar del bien, nunca contendrían, como objeto de la voluntad, algo que es bueno de por sí, sino siempre algo que lo es para algo: lo bueno sería siempre lo útil, y aquello para lo cual sirviera, debería estar siempre en la sensación, fuera de la voluntad. Si como agradable, esta sensación tuviera que distinguirse del concepto del bien, no habría absolutamente nada que fuera directamente bueno, sino que el bien tendría que buscarse en los medios para algo diferente, a saber, para algo que fuera grato.
Hay una antigua fórmula de las escuelas que dice: nihil appe-timusnisi sub rationeboni, nihil aversamurnisi sub rationemali, y a menudo tiene un uso justo, aunque a menudo muy perjudicial para la filosofía, porque las expresiones bonumy malumcontienen una ambigüedad de la cual tiene la culpa la limitación del lenguaje, pues por ella tienen un doble sentido y, en consecuencia, ponen inevitablemente en círculos viciosos las leyes prácticas y obligan a la filosofía -que en su uso puede sin duda percatarse de la diferencia de concepto en la misma palabra, mas no hallar términos especiales para ella- a sutiles discusiones sobre las cuales no es posible luego ponerse de acuerdo, pues la diferencia no podría indicarse directamente con un término apropiado11.

La lengua alemana tiene la suerte de poseer términos que no dejan pasar inadvertida esta diferencia. Para lo que los latinos denominan con una sola palabra bonum, tiene dos concepciones distintas y asimismo términos distintos: para bonum"das Gute" y "das Wohl", y para malum"das Böse" y "das Ubel" (o "Weh"), de suerte que son dos juicios totalmente diferentes que en una acción tengamos en cuenta lo bueno o malo de ella o nuestro agrado o desagrado12. De ahí se sigue ya que la anterior proposición psicológica es por lo menos muy incierta aun si se traduce así: no deseamos nada si no es pensado en nuestro grado o desagrado; por el contrario, es indudablemente cierta y al mismo tiempo se expresa con toda claridad, traduciéndola del siguiente modo: por instrucción de la razón no queremos nada sino en la medida en que lo tenemos por bueno o malo.

Lo que atribuye Kant a la lengua latina puede decirse hasta cierto punto de las neolatinas; en todo caso, los significados de nuestras palabras que expresan esos conceptos no coinciden totalmente con el de las alemanas correspondientes. Bajo esta reserva, hemos traducido por "agrado - desagrado" los términos alemanes con que Kant designa los conceptos de bien y mal en que se involucra la nota de placer o dolor.

"Wohl" y "Ubel" nunca significan sino una referencia a nuestro estado de agrado o desagrado, de placer y dolor, y si por eso apetecemos o detestamos un objeto, es solamente en la medida en que se refiera a nuestra sensibilidad y a la sensación de agrado o desagrado que provoca. Mas el bien o mal significa siempre una referencia a la voluntad en cuanto ésta es determinada por la ley de la razón a hacer de algo su objeto; pero no se determina nunca directamente por el objeto y su representación, sino que es una facultad de hacer que una regla de la razón sea causa que mueva a una acción (mediante la cual pueda llegar a ser real un objeto). Por consiguiente, el bien o mal se refiere propiamente a acciones, no al estado de sensación de la persona; y si algo quisiera calificarse de absolutamente bueno o malo (y en todo aspecto y sin otra condición) o ser tenido por tal, sólo el modo de la acción, la máxima de la voluntad y, en consecuencia, la misma persona que obra, podría calificarse de buena o mala, pero no una cosa.
Por consiguiente, tenía razón el estoico -por más que nos burlemos de él- que en medio de los más violentos dolores de gota exclamaba: Dolor, por más que me atormentes, nunca confesaré que tú eres algo malo kakóv, malum). Lo que sentía era un dolor, como lo revelaba su quejido, pero no por eso tenía motivo para conceder que ese dolor le causaba un mal, pues el dolor no rebaja en lo más mínimo el valor de su persona, sino solamente el de su estado. Una sola mentira que él hubiese dicho a sabiendas, hubiera debido abatir su ánimo: pero el dolor sólo servía de ocasión para enaltecerlo si estaba convencido de que no lo merecía por una acción injusta que lo hubiese hecho digno de castigo.
Lo que hemos de llamar bueno tiene que ser objeto de la facultad apetitiva en el juicio de toda persona razonable, y el mal, objeto de execración a los ojos de todos; por consiguiente, para formular este juiciose necesita, además de sentido, razón. Así sucede con la veracidad en oposición con la mentira, con la justicia en contraste con la violencia, etc. Pero a veces podemos calificar de desagradable algo que, sin embargo, todos deben tener al mismo tiempo por bueno, a veces directa, a veces indirectamente. Quien se haga practicar una operación quirúrgica, no cabe duda de que la siente como desagradable, pero por la razón declara —él y todos— que es buena. Pero si alguien se complace importunando y molestando a personas pacíficas y un día acaba por tener un tropiezo y recibe una buena paliza, sin duda esto es desagradable, pero todos lo aplauden y lo tienen por bueno en sí, siempre que la cosa no vaya más allá; más aún, el mismo que lo recibe tiene que reconocer en su razón que se lo tiene merecido, porque ve traducida en este caso exactamente en la práctica la proporción entre el bienestar y el buen comportamiento que la razón le prescribe inevitablemente.
Sea como fuere, en el juicio de nuestra razón práctica importa muchísimo nuestro agrado y desagrado, y por lo que concierne a nuestra naturaleza de entes sensibles, todo depende de nuestra felicidad, si ésta, como de preferencia exige la razón, se juzga no por la sensación pasajera, sino por la influencia que esa contingencia tenga en toda nuestra existencia y en la satisfacción que nos produzca; sin embargo, no es absolutamente todo lo que de ella depende. El hombre es un ser menesteroso mientras sólo pertenece al mundo sensible, y en este sentido su razón tiene en todo caso una misión -que no puede desdeñar- que le impone la sensibilidad: preocuparse por el interés de ella y hacerse máximas prácticas también con vistas a la felicidad de esta vida y en lo posible también de otra futura. Sin embargo, no es totalmente animal para ser indiferente a todo cuanto la razón dice por sí misma y usarla sólo como instrumento para satisfacer su necesidad como ente sensible, pues en el valor sobre la animalidad no lo eleva en nada el hecho de que tenga razón si sólo ha de servirle para lograr aquello que el instinto hace en los animales; en tal caso sólo sería una manera especial de que la naturaleza se habría servido para pertrechar al hombre con vistas al mismo fin a que destinó a los animales, pero sin destinarlo a un fin superior. Por consiguiente, es evidente que habiendo adoptado la naturaleza con él esta disposición, el hombre necesite razón para tener en cuenta siempre su agrado y desagrado, pero la tiene además para una misión más elevada, a saber, con el objeto de que también aquello que en sí es bueno o malo, y de lo cual sólo puede juzgar la razón pura, no interesada sensiblemente, no sólo lo tenga en cuenta en la reflexión, sino que distinga totalmente este juicio de aquél y lo convierta en condición suprema de lo último.
En este juicio de lo bueno o malo en sí a diferencia de lo que sólo puede denominarse así en relación con lo agradable o desagradable, importa tener en cuenta los siguientes puntos. O bien un principio de razón se piensa ya en sí como motivo determinante de la voluntad, sin tener en cuenta posibles objetos de la facultad apetitiva (o sea mediante la mera forma legal de la máxima), entonces, aquel principio es ley práctica a priori y la razón pura se supone que es práctico de por sí. La ley determina entonces directamente la voluntad; el acto conforme a ella es bueno en sí, y una voluntad cuya máxima esté siempre de acuerdo con esta ley, es absolutamente buena en todo sentido y condición suprema de todo bien. O bien un motivo determinante de la facultad apetitiva precede a la máxima de la voluntad que presupone un objeto de placer y desplacer, o sea algo que agrada o duele, y la máxima de la razón de favorecer aquél y evitar éste, determina los actos como buenos con respecto a nuestra inclinación, o sea sólo indirectamente (con respecto a una finalidad de otra índole, como medio para ella), y entonces estas máximas no pueden denominarse nunca leyes, pero sí preceptos prácticos razonables. La finalidad misma, el placer que buscamos, no es en el último caso un bien, sino algo agradable, no es un concepto de razón sino un concepto empírico de un objeto de la sensación: no obstante, el empleo del medio a este efecto, es decir, la acción (porque para ella se requiere reflexión racional) se llama buena, mas no absolutamente, sino sólo en relación con nuestra sensibilidad respecto del sentimiento de placer o desplacer que produce; pero la voluntad cuya máxima es afectada de esta suerte, no es una voluntad pura que sólo busque aquello en que la razón pura por sí misma puede ser práctica. Este es el sitio donde debe explicarse la paradoja del método en una crítica de la razón práctica, a saber: que el concepto del bien y del mal no tiene que determinarse antes de la ley moral (a la cual, aparentemente, debería servir de fundamento), sino solamente (como efectivamente se hace aquí) después de ella y por medio de ella. En efecto, aunque no supiéramos que el principio de la moralidad es una ley pura, que determina a la voluntad a priori, deberíamos, para no suponer principios totalmente en balde (gratis), dejar indecisa, por lo menos al principio, la cuestión de si la voluntad tiene solamente motivos determinantes empíricos o también puros a priori, pues repugna a todas las reglas fundamentales del proceder filosófico el suponer decidido de antemano aquello que es preciso decidir aún. Suponiendo que quisiéramos partir del concepto del bien para inferir de él las leyes de la voluntad, este concepto de un objeto (como bueno) lo presentaría al mismo tiempo como el único motivo determinante de la voluntad[1]. Y como este concepto no tenía como guía una ley práctica a priori, la piedra de toque del bien o mal no podría ponerse más que en la coincidencia del objeto con nuestro sentimiento de agrado o desagrado, y el uso de la razón sólo podría consistir, en parte, en determinar este agrado o desagrado en toda conexión con todas las sensaciones de nuestra existencia, y en parte los medios para procurarme su objeto. Ahora bien, como sólo mediante la experiencia puede decidirse lo que convenga al sentimiento de agrado, mientras que la ley práctica, según se indica, debe fundarse en él como condición, se excluiría la posibilidad de leyes prácticas a priori, porque previamente se consideró necesario descubrir para la voluntad un objeto cuyo concepto debería constituir, como objeto bueno, el motivo determinante universal, aunque empírico, de la voluntad. Ahora bien, antes fue preciso investigar si no hay también un motivo determinante de la voluntad a priori (que nunca habría podido hallarse en otra parte que en una ley práctica pura, y por cierto que en la medida en que ésta prescribe a las máximas la mera forma legal sin consideración a un objeto). Mas como ya se puso como fundamento de toda ley práctica un objeto según conceptos del bien y del mal, y ese objeto sólo podía pensarse por conceptos empíricos sin una ley precedente, se había eliminado de antemano la posibilidad de concebir siquiera una ley práctica pura; por el contrario, si se hubiera investigado primero analíticamente la última, se habría encontrado que no es el concepto del bien como objeto lo que determina y hace posible la ley moral, sino, al contrario, es la ley moral lo que sólo hace posible el concepto del bien en la medida en que éste merezca absolutamente tal nombre.
Esta observación, que afecta solamente el método de las investigaciones morales supremas, es importante. Explica, de repente, el motivo que ha ocasionado todos los extravíos de los filósofos respecto del principio supremo de la moral. En efecto, ellos buscaban un objeto de la voluntad para convertirlo en materia y fundamento de una ley (que luego pretendía ser el motivo determinante de la voluntad no directamente sino indirectamente por medio de aquel objeto amoldado al sentimiento de agrado o desagrado), cuando lo que hubieran debido hacer primero era investigar una ley que a priori y directamente determinara la voluntad y sólo después el objeto de conformidad con ella. Pues bien, lo mismo daba que buscaran este objeto del agrado -que pretendía proporcionar el concepto supremo del bien-en la felicidad, en la perfección, en la ley moral13 o en la voluntad de Dios: su principio era siempre heteronomía, tenían que tropezar ineluctablemente con las condiciones empíricas para una ley moral, porque sólo por su relación inmediata respecto del sentimiento, que siempre es empírico, podían calificar de bueno o malo su objeto en tanto motivo determinante directo de la voluntad. Sólo una ley formal, es decir, una ley que no prescriba como condición suprema de las máximas más que la forma de su legislación universal, puede ser a priori un motivo determinante de la razón práctica. Los antiguos cometían sin reservas este error porque dirigían totalmente su investigación moral a la determinación del concepto de bien supremo, o sea de un objeto que luego pensaban convertir en motivo determinante de la voluntad en la ley moral: objeto que nosotros sólo nos atreveremos a buscar mucho después, cuando se haya confirmado previamente la ley moral y justificado como motivo determinante directo de la voluntad. Sólo entonces puede presentarse como objeto a la voluntad determinada a priori según su forma, faena que acometeremos en la dialéctica de la razón práctica pura. Los modernos, en quienes ha caído en desuso la cuestión sobre el bien supremo, o por lo menos parece haberse convertido en cuestión secundaria, ocultan el error al que acabamos de hacer mérito (como en muchos otros casos) con palabras imprecisas, a pesar de que no obstante se le vislumbra surgir de sus sistemas, y como luego revela a cada paso heteronomía de la razón práctica, nunca puede salir de él una ley moral imperativa universal a priori.

Ahora bien, como los principios del bien y del mal, como consecuencias de la determinación de la voluntad a priori, presuponen también un principio práctico puro, no se refieren originariamente (por ejemplo, como determinaciones de la unidad sintética de lo múltiple de intuiciones dadas en una conciencia) a objetos, como los conceptos del entendimiento puro o las categorías de la razón usada teóricamente, antes bien los presuponen como dados; por el contrario, todos ellos son modos de una única categoría, a saber, la de causalidad, en la medida en que su motivo determinante consiste en la representación racional de una ley de ella, la cual, como ley de la libertad, se da a sí mismo la razón, y así demuestra ser práctica a priori. Pero como, por una parte, las acciones figuran sin duda bajo una ley que no es una ley natural sino una ley de la libertad, y, en consecuencia, bajo el comportamiento de entes inteligibles, pero también, por otra, en calidad de acaecimientos del mundo sensible, entre los fenómenos, las determinaciones de una razón práctica sólo podrán producirse respecto de los últimos, y en consecuencia de acuerdo con las categorías del entendimiento, pero no con el propósito de un uso teórico de éste -para poner lo múltiple de la intuición (sensible) bajo una conciencia a priori- sino sólo para someter lo múltiple de los apetitos a la unidad de la conciencia de una razón práctica imperativa en la ley moral o de una voluntad pura a priori.

Estas categorías de la libertad, pues así vamos a denominarlas en lugar de aquellos conceptos teóricos como categorías de la naturaleza, tienen una ventaja evidente en comparación con los últimos: que éstos son sólo formas de pensamiento que se limitan a designar objetos indeterminados para toda intuición posible para nosotros mediante conceptos universales, mientras que éstas, como persiguen la determinación de un libre albedrío (al cual desde luego no puede darse ninguna intuición que le corresponda totalmente, pero que -como no sucede en ninguno de los conceptos del uso teórico de nuestra facultad del conocimiento- tiene por fundamento una ley práctica pura a priori), deben tener por fundamento, como conceptos prácticos elementales, en vez de la forma de intuición (espacio y tiempo) que no se halla en la razón misma, sino en otra parte, a saber, que debe tomarse de la sensibilidad, la forma de una voluntad pura en ella, por lo tanto, en la facultad del pensar mismo, como dada; con lo cual sucede entonces que, como en todos los preceptos de la razón práctica pura sólo se trata de determinación de la voluntad, no de las condiciones naturales (de la facultad práctica) de la ejecución de su intención, los principios prácticos a priori en relación con el principio supremo de la libertad, se convierten en seguida en conocimientos, y no necesitan aguardar intuiciones para adquirir significación, y por cierto que por la notable razón de que producen ellos mismos la realidad de aquello a que se refieren (el propósito de la voluntad), lo cual no es asunto de conceptos teóricos. Pero es preciso tener muy en cuenta que estas categorías sólo afectan la razón práctica, y así avanzan en su orden desde las moralmente indeterminadas aún y sensiblemente condicionadas, a las sensiblemente incondicionadas y determinadas solamente por la ley moral.
1 [2]
De cantidad
2
De cualidad
3
De relación
4
De modalidad
Subjetivas, por máximas (opiniones de voluntad del individuo).
Objetivas, por principios (preceptos).
Principios de libertad a priori tanto objetivos como subjetivos (leyes).

Reglas prácticas del obrar (praeceptivae)
Reglas prácticas del abstenerse (prohibitivae).
Reglas prácticas de la excepción (exceptivae).
Con la personalidad.
Con el estado de la persona.
Mutuas entre una persona y el estado de las demás.

Lo lícito y lo ilícito.
El deber y lo contrario al deber.
Deber perfecto y deber imperfecto.


En ese caso se echará de ver pronto que en este cuadro se considera la libertad como una especie de causalidad, pero que no está sometida a motivos determinantes empíricos, respecto de acciones posibles gracias a ella como fenómenos del mundo de los sentidos; por consiguiente, se refiere a las categorías de su posibilidad natural, pero cada categoría está tomada tan universalmente que el motivo determinante de aquella causalidad puede suponerse también fuera del mundo de los sentidos en la libertad como propiedad de un ente inteligible, hasta que las categorías de la modalidad inician el tránsito de los principios prácticos a los de la moralidad, pero sólo problemáticamente, los cuales luego sólo mediante la ley moral pueden exponerse dogmáticamente.
No añado nada más aquí para explicar la presente tabla pues se comprende bastante por sí misma. Una clasificación así concebida según principios, es muy conveniente para toda ciencia, tanto por lo que tiene de sólida como por lo que tiene de comprensible. Así, por ejemplo, por este cuadro y sus primeros números se sabe en seguida de dónde debe partirse en las reflexiones prácticas: de las máximas que cada cual funda en su inclinación, de los preceptos válidos para un género de entes racionales, en la medida en que coincidan con ciertas inclinaciones, y, por último, de la ley, valedera para todos independientemente de sus inclinaciones, etc. De esta suerte se abarca todo el plan de lo que se pretende lograr, y aun toda cuestión de la filosofía práctica que es preciso contestar y al mismo tiempo el orden que debe seguirse.


[2]tabla de las categorías de la libertad respecto de los conceptos del bien y del mal

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